Por una nueva relación Estado – Educación Superior e Investigación

Más allá de su evidente componente biológico, la pandemia que actualmente padecemos constituye, como lo expresara hace poco tiempo Ignacio Ramonet, un “hecho social total” que, entre otros efectos, nos ha puesto, como sociedad, frente a un enorme espejo. Aunque sin duda ciertos grupos observan la imagen reflejada con la parsimonia que proporciona la convicción de que “así son las cosas y qué le vamos a hacer,” para muchos otros dicha imagen no resulta ni agradable ni aceptable. Así, para este segundo grupo resulta totalmente legítimo cuestionar el modelo político-económico-social neoliberal que nos ha conducido hasta aquí.

En el ámbito de la educación superior el modelo al que me refiero tiene ya varias décadas funcionando y no recuerdo, durante todo ese tiempo, que los académicos en general y, en particular, los integrantes del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), hayan manifestado colectivamente su indignación por las condiciones de vida de amplios sectores de la población ni, así mismo, por proyectos o acciones gubernamentales que hoy en día muchos consideran como obviamente inapropiados.

De algunos estudiosos de la educación superior aprendimos que el desordenado crecimiento de la educación superior mexicana durante la década de 1970 puede interpretarse como resultado, entre otros aspectos,  de un “intercambio político” en el que, por un lado un nuevo sector de jóvenes tuvo la posibilidad de estudiar una carrera profesional (con todo lo que ello implicaba en términos de movilidad social) y, por otro, el Estado mexicano recuperó parte de la legitimidad que había perdido la década anterior.

Con base en este análisis no me parece exagerado proponer que en 1984, con la creación del SNI, se dió un nuevo pacto, pero ahora entre el Estado y un sector, muy cercano al poder en turno, de académicos dedicados a la investigación. Como todo el cuerpo académico nacional, este grupo había sufrido, hacia 1982, una pérdida muy significativa en sus ingresos. No obstante, a diferencia del resto de ese cuerpo,  la comunidad, este grupo estaba en condiciones para manifestarle directamente a Jesús Reyes Heroles, entonces Secretario de Educación Pública, que “dadas las condiciones de salario y dadas las condiciones laborales de los profesores de tiempo completo, en particular en las universidades y en las grandes instituciones …..  (un sistema de investigadores nacionales) sería indispensable porque si no se nos van a escapar, va a haber una fuga sobre todo interna de investigadores.”

El pacto GobiernoFederal-AcadémicosInvestigadores representado por el SNI se amplió y profundizó en las décadas siguientes, y hoy en día, merced a una red de demandas consistentes con tal pacto, se ha enraizado en la gran mayoría de las(os) jóvenes con aspiraciones académicas y/o de investigación como el único modelo de desarrollo personal y profesional. Para ellas(os) sus perspectivas de desarrollo están centradas en avanzar, independientemente de la institución en la que trabajen, en la Carrera SNI: entrar como candidato y no tardar sino lo necesario para 

pasar al Nivel I, y luego al Nivel II; después subir al Nivel III y, finalmente, llegar a ser Investigador Nacional Emérito. Sin importar el desarraigo institucional que promueve, se asume que el progreso a lo largo de estas categorías implica que se contribuye a la formación de profesionistas competentes y socialmente responsables y, al mismo tiempo, que se aportan soluciones a los problemas nacionales. Si bien las publicaciones indizadas de autores mexicanos han aumentado de una manera evidente, el desempeño de la economía  de México  y el bienestar de su población  no parecen haberse visto afectados mucho por ello, pero esto y la documentación de efectos colaterales negativos no parece que haya incomodado mucho a los participantes de este esquema.

La expansión desordenada de la educación superior contribuyó a la aparición de circuitos diferenciados de calidad entre las instituciones de educación superior y, en este sentido, no es difícil constatar que nuestro sistema de educación superior no solamente es diverso sino también desigual (infraestructura, financiamiento, personal, estudiantes, etc.), reflejando  mucho  de lo que sucede en el país en general. Tenemos espacios académicos dignos del mundo desarrollado y, al mismo tiempo, un gran número de instituciones en condiciones más que deplorables.

Análogamente, el pacto formalizado en el SNI también ha generado una estratificación del cuerpo académico. Mientras que una mayoría de académicos  en el país no tiene estabilidad en el empleo ni condiciones apropiadas para desarrollar su trabajo y son objeto de una incesante cascada de políticas públicas cuyo objetivo pareciera ser mejorar nuestra “universidad de papel,” como expresara agudamente Luis Porter hace ya 17 años, un pequeño porcentaje de ellos forma parte de la comunidad académica global gracias a sus publicaciones en revistas y editoriales de calidad internacional bajo el patrón hegemónico de las universidades de investigación estadounidense, esquema que regularmente suele divorciarse de las necesidades de los países que siguen este modelo.

Así las cosas, considero que una parte de la discusión que atestiguamos hoy en día entre el Gobierno Federal y un sector de académicos cuyo tamaño no es posible dimensionar con certeza, pero que es pequeño comparado con quienes mantienen en gran medida el día a día del sistema de educación superior, no solamente versa sobre asuntos relativos a la ciencia, la educación superior y conceptos como calidad y pertinencia. Más allá de diferencias relativas a tales asuntos, existen elementos relacionados con el poder o, dicho de otra manera, la potestad de tomar decisiones y, de una manera muy importante, la capacidad de orientar el uso de los recursos financieros públicos en una u otra dirección, con lo cual necesariamente se afecta a éstos o aquéllos actores.

El pacto Gobierno Federal-Académicos Investigadores establecido en 1984 parece haberse roto. A diferencia de aquellos años, el grupo más influyente de los académicos-investigadores no parece tener ya un acceso directo e inmediato a las autoridades públicas correspondientes. Ante esta situación es necesario que tanto el Gobierno Federal y los académicos-investigadores reconozcan que no son los únicos actores que están involucrados en la educación superior y que es indispensable, aunque no sea sencillo, trabajar de manera colaborativa con todos ellos (académicos no-SNI, profesores de tiempo parcial, estudiantes, personal administrativo y de apoyo, funcionarios institucionales). Es necesario construir una nueva relación Estado-Educación 

Superior y, en ese contexto, derivar una nueva relación Estado-Académicos Investigadores que, a su vez, reconsidere críticamente las estructuras, mecanismos y prácticas asociadas con la investigación científica y su rol dentro de la educación superior.

Tienen razón las voces que afirman que sin una educación superior y una ciencia de calidad y pertinente el desarrollo del país no es viable. No obstante, de la aceptación de esta premisa no se sigue que la educación superior y la ciencia que el país necesita sea la que hoy en día tenemos.

 

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